15/10/10

Recuerdos de lecturas: Perry; Sagas Pitt y Monk

Estas no son reseñas de libros, sino recuerdos de lecturas. Han sido escritos en mesas de bares, sin un soporte electrónico enfrente ni una biblioteca cercana. Cualquier corrección, comentario o sugerencia serán bien considerados.

En la década del cincuenta, en algún lugar de Nueva Zelanda, Pauline Parker y Juliet Hulme, dos chicas de quince años, asesinaron a la madre de la señorita Parker a ladrillazos.  
Las adolescentes cumplieron su condena y, por lo que sé, jamás volvieron a verse. De la angelical Pauline yo no supe nada más. De Juliet, he leído casi toda su obra literaria. Escritora de policiales, heredera de Chesterton y Conan Doyle, sus ficciones ambientadas en la época victoriana inglesa son perfectas piezas del género.
Y si con los indicios “policial”, “época victoriana” y “perfectas piezas del género”, no lograron resolver el enigma, lean, por favor, lo que deberían haber leído al principio: el título; así van a saber quien es Juliet Hulme.
Anne Perry ha escrito más de cincuenta novelas, pero lo imperdible de su producción son las sagas protagonizadas por el inspector Thomas Pitt  y su esposa Charlotte, que comienza en 1979 con “Los crímenes de Cater Street” y, mi favorita, la que tiene como personaje principal al amnésico inspector William Monk y a su esposa Hester, cuyo primer libro es “El rostro de un extraño” de 1990.    
Perry escribe así:
“La taberna del barrio resultó ser un sitio agradable y ruidoso donde les sirvieron con impecable cortesía una cerveza y un bocadillo, aunque los observaron con desconfianza por el hecho de ser desconocidos y, a juzgar por su indumentaria, policías. (Monk y Evan) No se abstuvieron de hacer algún comentario capcioso, pero quedó muy claro que Grey no frecuentaba la casa y que en ella no le tenían una especial simpatía, sólo sentían ese interés general por lo macabro que despierta siempre el asesinato”.
Sí, como dice la cita, les interesa más lo macabro del principio que la literatura del final, les aviso que esa historia es la que inspiró la película “Criaturas celestiales” de Peter Jackson.  

7/10/10

Librería Bau (del aire); historia IV

BREVE CATÁLOGO ILUSTRADO DE LIBROS PERDIDOS -HISTORIAS CONTADAS POR EL BIBLIÓFILO HANS STAUFFENBERG EN SUS VISITAS A LA LIBRERÍA BAU (DEL AIRE) EN LOS PRIMEROS AÑOS DEL SIGLO XXI-

Debo confesar que la presencia del señor Stauffenberg en mi librería me provoca una repulsión que nunca antes había sentido por otro ser vivo.
   En realidad, aun hoy, tras ocho meses de verlo asomarse entre los libros de la vidriera al menos dos veces por mes, no puedo reprimir un gesto de desprecio ante sus ojos de reptil con cataratas, ante las serpientes labradas en su bastón, ante la lujuria con que, al entrar, su cuerpo envolverá los viejos ejemplares en busca de esas señas que los hacen únicos.
   Hay noches en que lo sueño en su biblioteca, sudando azufre y riéndose de mi ignorancia, acariciando un volumen codiciado por todos los bibliófilos del mundo y adquirido aquí, en mi librería, a precio de oferta. Pero lo soporto. Apenas me dedica su entrecortado “Buenas tardes” escondo la verdad detrás de una máscara de fría cortesía y, a veces, hasta le sonrío.
Porque cuando el señor Staunfferberg llega con ganas de hablar, deja en mi recuerdo historias como esta:

Del mismo modo que usted tiene al dinero, un objeto material, como a su deidad suprema, a principios del siglo XIX se formó una extraña secta denominada la “Cofradía de Johan Gensfleich”, secreta en su funcionamiento y selectiva en su admisión, integrada por escritores europeos que también entronaron como a su único dios a un objeto, a la más extraordinaria de las máquinas: la imprenta.
No es mucho lo que se sabe de la secta, sólo que aún en la actualidad perdura, que tiene como Hermano Mayor al italiano Umberto Eco y que su doctrina está basada en una compleja relación de hechos históricos y cambios sociales que comenzaron con la aparición del dios egipcio Thoth y culminaron un día de 1454 con la presentación de su invento por el irascible Gutenberg.
Parece ser que una de las máximas de la cofradía, en realidad, la única que se conoce, es que todos sus miembros, en cada uno de sus textos, deben veladamente referirse al dios. Por ejemplo, Victor Hugo, en “Notre-Dame de Paris”, hace que un personaje, con su primer libro impreso en sus manos, mire una catedral y diga: “Esto matará aquello”. Claves así se han descubierto en Kavafis, Ungaretti, Henry James, el norteamericano que se nacionalizó inglés para ser aceptado en la secta, Stevenson, Verne y mis compatriotas Wassermann y Klingen, entre los que ahora recuerdo.
Se sospecha que hace seis o siete años, ya con el papado de Eco, tuvieron su peor crisis. Ocurrió un cisma entre quienes querían conservar los límites europeos y los que querían abrirse al mundo literario.
Globalizarse, diría cualquier otro que no fuera yo.
Se cree que un grupo minoritario liderado por el comunista portugués José Saramago y el cronista de guerra español Pérez-Reverte se escindió, que adoptaron el nombre de “Los seguidores del Maestro de los Naipes” y que dieron lugar a los escritores de América, Asia y África. También se cree que para ellos editaron un catálogo con las claves europeas escondidas hasta esa fecha.
Se sabe que a quienes se lo entregan les informan que deben memorizarlo y devolverlo, que perderlo o repetirlo en público puede ser causal de calamidades. Por eso, entre los bibliófilos, cuando se habla de ese catálogo sagrado, se lo hace en voz baja y añorando algún día entrar a un lugar como este y encontrar uno mezclado entre las revistas “Selecciones”, que, quizá, es donde una persona como usted lo pondría.
Por eso es que ahora mismo, con su permiso, o sin él, voy a revisar ese canasto.

Librería Bau (del aire); historia III

 BREVE CATÁLOGO ILUSTRADO DE LIBROS PERDIDOS -HISTORIAS CONTADAS POR EL BIBLIÓFILO HANS STAUFFENBERG EN SUS VISITAS A LA LIBRERÍA BAU (DEL AIRE) EN LOS PRIMEROS AÑOS DEL SIGLO XXI-

Debo confesar que la presencia del señor Stauffenberg en mi librería me provoca una repulsión que nunca antes había sentido por otro ser vivo.
   En realidad, aun hoy, tras ocho meses de verlo asomarse entre los libros de la vidriera al menos dos veces por mes, no puedo reprimir un gesto de desprecio ante sus ojos de reptil con cataratas, ante las serpientes labradas en su bastón, ante la lujuria con que, al entrar, su cuerpo envolverá los viejos ejemplares en busca de esas señas que los hacen únicos.
   Hay noches en que lo sueño en su biblioteca, sudando azufre y riéndose de mi ignorancia, acariciando un volumen codiciado por todos los bibliófilos del mundo y adquirido aquí, en mi librería, a precio de oferta. Pero lo soporto. Apenas me dedica su entrecortado “Buenas tardes” escondo la verdad detrás de una máscara de fría cortesía y, a veces, hasta le sonrío.
Porque cuando el señor Staunfferberg llega con ganas de hablar, deja en mi recuerdo historias como esta:

Una mañana de 1835, el corsario al servicio de la República de Río Grande, Giussepe Garibaldi, desembarcó en un paraje inhóspito de la que hoy conocemos como la costa uruguaya con la intención de comprar un buey con el que alimentar a sus marinos.
Cuenta Garibaldi en sus memorias que se alejó bastante de la costa y que penetró en un bosque oscuro en el que se encontró con una mujer hermosa a la que en un principio confundió con un hada. Después de presentarse, sin dejar de admirar la belleza de la dama, el corsario, con cierto pudor, le dijo lo que estaba buscando. Ella lo invitó a su casa para que allí esperasen a su marido, quien seguramente no tendría reparos en satisfacer su demanda.
El corsario nos dice que la mujer comenzó a hacerle preguntas sobre Europa, mezclando en su castellano perfectas frases en italiano que lo sorprendieron, pero que más lo sorprendió que ella recitara a Dante y Petrarca con unos matices tan peninsulares que lo emocionaron hasta lagrimear.
No cuenta Garibaldi lo que sucedió entre el fin del repertorio y la llegada del esposo de la dama. Si se sabe que el hombre le vendió el buey al corsario, que un peón lo descuartizó y que lo enviaron rápidamente al barco. En la despedida, la mujer le obsequió a Garibaldi una primera edición, año 1620, del Diccionario de la Lengua Italiana realizado por la Academia della Crusca, el primer diccionario de una sola lengua de la historia.
En el año de 1857, el incomparable Alejandro Dumas recibe como legado aquel diccionario. En la carta que lo acompañaba Garibaldi le afirma que, para él, ese trabajo de compilación había sido tan importante como las ideas de Mazzini o sus propias batallas para corporizar el sueño de la República de Italia.